Mi cocina letrada

En noviembre de 2007 al conocido teórico y autor de libros sobre escritura lo invitaron a un simposio en Bogotá dedicado a la “escritura creativa”. Lo que sigue es su conferencia, leída en una tertulia con el director de esta revista, y editada más tarde.

POR Daniel Cassany

Enero 27 2021
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Ilustración de José Rosero

 

Reconozco que he rechazado casi todas las invitaciones que he recibido para participar en charlas, debates o seminarios que olieran a literatura. Pero Julio Paredes me convenció para venir a Bogotá a hablar del ensayo creativo y de su enseñanza con el argumento de que mi Cocina de la escritura era ambas cosas: un ensayo creativo y una buena manera de enseñar a escribir. Sus elogios alimentaron mi ego, pero no impidieron que poco a poco crecieran dentro de mí un miedo y una vergüenza atroces ante la idea de tener que desnudar mi propia escritura.

Como un boxeador que busca espárring, acepté entonces otra invitación para presentarme en Barcelona ante un grupo de talleristas. Allí descubrí que muchos aprendices de novelista habían leído mi Cocina con provecho –decían–, pese a que yo la había escrito para académicos y profesionales. Sus comentarios y mis respuestas armaron un borrador sietemesino con el que llegué a la Biblioteca Luis Ángel Arango, donde me esperaba Andrés Hoyos, que oficiaba de anfitrión, y 600 personas. ¡Terror!

Había un problema: a mí me habían dicho que tenía que dar una hora de charla y a él que debía entrevistarme. Acordamos reducir mi perorata inicial y entablar a continuación un debate entre el lector y el autor, el literato y el científico, el editor pragmático y el teórico universitario. No salió mal: no sólo conseguí ocultar los dos meses de gestación que le faltaban al texto, también saltaron preguntas sorpresivas, contrastes chispeantes o reflexiones variopintas. Bromas aparte: los comentarios de Andrés y de la audiencia levantaron un bonito andamiaje para poder escribir este artículo, que les presento con humildad e ilusión, porque nunca había escrito algo así.

 

¿Qué veo y de dónde vengo?

Hace ya algunos años, al terminar un curso de verano de “Técnicas de escritura” dirigido a universitarios de todas las carreras, uno de los participantes más entusiastas –un futuro economista– me confesó:

–Sabe, profesor, me lo he pasado muy bien en sus clases y he aprendido mucho, pero el curso no tiene nada que ver con lo que yo esperaba. Yo quería escribir creación –y se refería a cuentos, poemas o novelas, claro está.

Sin duda recordé esta anécdota mientras preparaba esta charla porque resume mucho de lo que siento con los talleres de escritura, la creación literaria y su enseñanza formal. (Y quiero avanzar antes, aunque sea entre paréntesis, que por supuesto estoy a favor de ella, de su existencia, de su necesidad o de su formalización académica, del mismo modo que existen grados universitarios en Bellas Artes, Actuación teatral o Música.)

Primero, me incomoda este secuestro semántico de la palabra escritura para referirse sólo a novelistas, poetas, dramaturgos o ensayistas. ¿Y los científicos, los abogados, los economistas, los ingenieros? ¡También escribimos! ¿No merecemos ser denominados con este término? Detesto todavía más los intentos que pretenden segregar a los “redactores” o a los “escribas” de los auténticos escritores, porque todavía es más descarado el deseo de apropiarse de las cualidades de la escritura (la creatividad, la originalidad, la belleza, el placer) para unos pocos y negarlas al resto. Aunque vayan pasando los años, sigo sorprendiéndome cuando veo firmado un artículo o una columna periodística con un simple “escritor”; pienso: “mira, otro que quiere pertenecer al club” –perdonen ustedes.

Podemos ver los efectos esquizofrénicos que provocaba ese secuestro en este futuro economista: pese a pasar sus años universitarios tomando apuntes, preparando monografías o redactando exámenes, su concepción de la escritura (creativa) se reduce a la literatura. No hay conexión entre estos mundos: la escritura cotidiana en la academia y lo que él desea escribir. La creatividad sólo pertenece a este último ámbito, luego el resto es aburrido, burocrático, infame. ¿Es saludable esto? ¿Es deseable? Sería mejor, más real y justo que pudiéramos unir estos dos mundos letrados, poniendo a cada uno en su sitio, claro: la literatura con el arte, y la escritura social con la funcionalidad, pero con creatividad para todos.

Está claro que los significados los creamos las personas y que las palabras son inocentes. Mi denuncia no pretende criticar a los literatos, sino más bien reivindicar para los que no lo son el derecho a usar y disfrutar de la escritura en las mismas condiciones. Es obvio que un informe de autoría, una sentencia judicial, una crónica periodística, un bando municipal o un manual de ingeniería son originales, entretenidos, precisos, bellos –o banales, aburridos, confusos y horrorosos–. Negando a estos textos la posibilidad de poseer dichas cualidades, los estamos confinando en el sótano de la vulgaridad, en la categoría de autómatas mecánicos que repiten movimientos sin interés.

Y nos estamos equivocando mucho: quizá no nos hagan reír, soñar, llorar o emocionar, pero un informe hace perder o ganar millones, crea o despilfarra puestos de trabajo; una sentencia imparte (in)justicia; una crónica nos ilumina u oscurece un pedazo de mundo, y un bando municipal aclara u oculta nuestros derechos. Seremos más felices en este mundo letrado en el que debemos transitar si gozamos de informes, sentencias, crónicas y bandos creativos, precisos y bellos –otorgando a sus autores la merecida etiqueta de “escritores”–. ¿Que no es posible? ¿Que la vulgaridad resulta inevitable? ¡Me resisto a ello! Quiero ponerle ganas, simpatía y gracia al día a día.

En fin, les habla un profesor de escritura de todo este tipo de colectivos y géneros sociales no literarios. He formado escritores en bancos, despachos de abogados, petroleras, parlamentos políticos, departamentos de gobierno y ayuntamientos. También he impartido materias de comunicación escrita en “maestrías” para científicos, empresarios y divulgadores. No he impartido talleres de cuento ni de ensayo, ni he publicado novelas o teatro. Pero reivindico mi derecho a ser escritor y a formar parte del club. (De mi producción “creativa” sólo quedan algunos poemas de adolescencia en números extraviados de revistas comarcales, y el resto está guardado en un cajón de mi despacho, para suerte mía y suya.)

Me cuesta mucho más explicar la segunda incomodidad. Podría decir que me siento más científico que artista y que en el mundo de los segundos el primero acaba siendo como un pulpo en un garaje o un elefante en una cristalería. Pero sería exagerado. Primero porque aborrezco esta ingenua y maniquea división entre las letras (o las artes) y las ciencias: los científicos no sólo trabajamos con ecuaciones, también creamos metáforas, comparaciones, personificaciones, preguntas retóricas; imaginamos realidades alternativas, explicaciones potenciales. No distan tanto algunos discursos de la ciencia y algunas narraciones, si los miramos con ojos despiertos. Me gusta mucho más imaginar a cada ser humano como a un compuesto científico-artístico, que dividir a la humanidad en dos categorías.

Soy más lingüista que ensayista, o sea, estudio la escritura igual que un entomólogo analiza las alas de una mariposa. Pretendo ser un observador empírico, racional, incluso positivista –si ustedes quieren–. Busco describir el objeto con precisión, identificar sus relaciones de causa-consecuencia, comprender la conexión palabra-mente-cultura-comunidad. Pero a veces me gusta disfrazarme de poeta que sutilmente se emociona con las mariposas fucsias que descubre en el rosal de su jardín... Es una cuestión de porcentajes.

Andrés Hoyos sugirió que quizá mi incomodidad provenía del ego –grande, muy grande– de los literatos. ¡Pero si los científicos también lo tenemos descomunal! Claro, luego me di cuenta de que la cuestión no es quién lo tiene más grande, sino lo que se hace con él. En la práctica literaria uno juega con él, lo sube al escenario, le busca el mejor perfil, un vestuario, una música y una coreografía apropiados... y procede al striptease. Así funciona el comercio de las artes escritas. ¿Qué importa que todo sea mentira, fingido o impostado?

En cambio, en las prácticas científicas los egos permanecen en el banquillo, fuera de la cancha: aquí sólo juegan los resultados del experimento, los datos estadísticos, las imágenes aportadas por el telescopio, las reacciones químicas. ¿El color de la corbata del investigador?, ¿su calvicie o su orientación sexual? Por favor... Eso carece de interés. De hecho, un científico novato debe hacer malabarismos lingüísticos en sus textos para ser aceptado y reconocido por sus lectores, que son sus propios colegas (los autores de los trabajos previos que ha elogiado o criticado en su escrito).

 

Ilustración de José Rosero

 

En efecto, me incomoda este circo ególatra y desvergonzado. Me siento lejos de esa mirada esencialista y mistificadora de la escritura, que habla de inspiración o incubación creativa, del nacimiento del escritor, de una extrema sensibilidad vinculada a un carácter díscolo y antisocial. Me resisto a ese discurso barroco, cargado de citas de autoridad, desde Joyce hasta Homero, cuanto más raras y elitistas mejor. Y se me ponen los labios quebrados, como en un cómic, cuando me repiten –y ya van varias veces– que nunca seré un novelista reputado porque se me ve un tipo feliz.

Al contrario, mi discurso es plano, sencillo, corto, directo. Busco decir mucho con lo menos posible, referirme a los hechos, a lo concreto. Encontrar la explicación más completa con la teoría más simple. Tomo prestados conceptos y métodos de todas las disciplinas, de las ciencias del lenguaje (análisis del discurso, pragmática,  sociolingüísti­ca), de la psicología (cognitiva, sociocultural) o de la pedagogía (humanista, activa). Aprovecho cualquier conocimiento que permita incrementar las cotas de claridad: el propósito es entender mejor la realidad.

Queda algo por aclarar: lo que entiendo por “creatividad”. La acepción más corriente es “originalidad”, “sorpresa”, lo contrario a los “lugares comunes.” Sin duda es algo relativo: se es original o novedoso con relación a un punto de referencia, que varía en cada contexto, lugar y momento. Para mí “creatividad” y “escritura creativa” se refieren a “significatividad”, a relevancia o pertinencia, a escritura significativa. Un texto creativo lo es porque nos dice cosas importantes, en el momento y el lugar oportunos, de la manera más idónea. No me refiero sólo al contenido conceptual, a ideas o teorías armadas verbalmente. También puede ser contundencia estética: una belleza sobrecogedora, una ironía punzante, un humor desbocado. Cualquier efecto comunicativo relevante para el lector es “creativo”.

Ayer por la noche, paseando en carro por diferentes barrios de Bogotá, hablábamos de la seguridad, y dije: “Me dijeron que la zona del Tequendama (mi hotel) es bastante peligrosa”, a lo que mi colega respondió: “Sí, pero a eso no hay que darle color”. Lo entendí todo, pese a que nunca había oído esta expresión. Comprendí bastante más que la confirmación sobre la veracidad de mi afirmación previa: inferí una actitud resignada y constructiva ante el peligro y la violencia, una mirada constructiva y decidida de la vida. Fue una expresión “creativa”, llena de significado y belleza, constructora de identidades. Y he elegido este ejemplo pequeño, coloquial y hablado precisamente para mostrar que lo “creativo” ni se limita a la alta cultura o a las letras, ni es abstracto ni es permanente.

 

Mi cocina del ensayo

¡Y aquí llega mi primer striptease! Señoras, señores, puesto que he aceptado abandonar el laboratorio para subir al escenario, les explicaré cómo surgen las ideas “creativas” en mis textos. Aquí van seis circunstancias que he descubierto que acompañan mis momentos más sublimes.

 

1. La proximidad de los lectores

Muchos de mis textos surgen de encuentros hablados, como éste: de conferencias, seminarios y debates. La prosa se nutre de la conversación con la audiencia. Es el contacto físico con los interlocutores, la presencia carnal de futuros lectores –o de seres con un rol parecido– lo que acaba disparando mis ideas: cuando veo a oyentes irrepetibles que me escuchan con atención y esmero, el motor de mi mente acelera.

Hace dos semanas estaba dictando una videoconferencia para México sobre escritura técnica. Explicaba algo que he razonado varias veces, en charlas y por escrito: que “fondo” y “forma” son una unidad, que no puedes cambiar la forma de decir algo sin que cambie en parte su sentido o, a la inversa, que resulta imposible “tener una idea, un concepto articulado, y ser incapaz de verbalizarlo”. En el debate una docente contó que en México había mucha resistencia hacia esta idea: lo corriente era reducir la forma a la ortografía y rechazar que estuviera interconectada con el contenido; entonces me preguntó: “¿Por qué nos adherimos tanto a esta idea?, ¿por qué cuesta tanto cambiarla?”. Y fue exactamente bajo la presión de esta pregunta, en Barcelona, ante la cámara y el monitor que nos regalaba las imágenes, que se me ocurrió esta salida desternillante: “Si la gente reconociera que fondo y forma son uno, debería aceptar luego que carece de ideas, cuando se demostrara que tiene problemas de expresión y, claro, ¡nadie va a reconocer que es imbécil!” (y queda claro que la pregunta tiene otras respuestas).

Pero a veces no hace falta que la audiencia hable: su presencia callada, con mirada inquieta y requeridora, ya actúa como gasolina para el motor creativo de mi mente.

 

2. El coro y la polifonía

Mis mejores textos son los más sociales, los que integran y diluyen más voces, los que se han apoderado de las miradas de mis congéneres. Por “miradas” y “voces” me refiero a todo: a las ideas, a las palabras, a las metáforas. El escritor acaba siendo un trapero que recoge desechos, un ecualizador que mezcla y purifica ruidos de la calle. Pero, ¡atención! ¡Qué difícil es encontrar desechos!, ¡o descubrir el corazón del ruido y darle brillo!

En una ocasión fui a tomar algo con Luis García Montero, el poeta andaluz, en una cafetería en Salamanca, donde habíamos coincidido en unas jornadas. Era temprano pero había gente en la barra. Charlamos durante unos minutos sin que nada despertara mi interés. Al salir, el poeta soltó todas las carcajadas acumuladas y, ante mi sorpresa, describió lo que le había cautivado: un borracho apoyado en la barra que, pese a caerse dormido de sueño y hacer cabezaditas, seguía tomando sus vasitos de coñac, uno tras otro, con los ojos cerrados y los sorbos lentos que se le derramaban por la comisura del labio. García Montero imaginó al instante una vida para él, una noche en vela con sus motivos y una memoria repleta de emociones.

Yo también estuve allí, ante el borracho, durante los mismos minutos que el poeta, pero no vi nada. Estaba allí, pero mis ojos no lo vieron. Hubiera podido estar allí mucho tiempo, pero tampoco lo habría notado. Tampoco hubiera sido capaz de construir una historia, como lo hizo el poeta. Será por eso que no soy poeta, porque no sé mirar a la realidad de esta manera ni encontrarle los motivos para mis versos.

En cambio, soy mejor recogiendo opiniones, impresiones, actitudes o incluso palabras de mis congéneres. Antes quizás no me daba cuenta, pero ahora sí: casi al mismo tiempo de que alguien diga algo curioso o relevante, con relación a lo que me esté preocupando, tomo conciencia de que me apoderaré de ello para algún texto. Es una gran suerte que uno no tenga que reconocer los préstamos –ni los derechos de autor– de las voces de la calle.

 

3. Decir lo mismo a los que son diferentes

 Me invitaron en un suburbio de Barcelona a explicar a un grupo de jubiladas analfabetas, alumnas del Graduado Escolar, cómo escribe un autor sus libros. Desde que en 1987 publiqué mi Describir el escribir habré explicado centenares de veces a miles de universitarios, maestros o profesionales las teorías cognitivas sobre el proceso de composición: lo puedo hacer largo o corto, serio o humorístico, teórico o con ejemplos, pero nunca lo había tenido que explicar a analfabetas. ¿Tenía sentido aportar ejemplos de textos reformulados?, ¿y hablarles de estilo? ¿Sería útil la clásica distinción entre planificar, textualizar y revisar cuando el esfuerzo ímprobo es juntar letras? ¿Cómo les podía explicar a estas mujeres mi trabajo, de manera que tuviera relevancia? Se me ocurrió entonces utilizar un powerpoint con fotografías y comparar los procesos mentales que desarrolla un escritor con una caja de herramientas de fontanería, o la tarea de planificar un texto con la elaboración de maquetas arquitectónicas.

Los psicólogos confirman que la recontextualización de viejas ideas en situaciones nuevas es un procedimiento para crear. Los canadienses Carl Bereiter y Marlene Scardamalia distinguieron en 1987 entre dos maneras básicas de escribir: decir el conocimiento o transformarlo. En la primera, el autor sólo enuncia lo que ya tiene en su mente: lo recupera de su memoria, lo repite y lo formula de modo casi igual a lo que ya había escrito en ocasiones precedentes. En cambio, en la segunda, la toma de conciencia de que el lector es diferente de los anteriores, de que requiere que le contemos las cosas de otro modo, provoca una especie de choque cognitivo que conduce a la reorganización de las ideas, a su transformación en ideas nuevas. Aquí está uno de los orígenes de la significatividad.

 

Ilustración de José Rosero

 

4. Mi yo ante el público

Los autores somos lo que escribimos o, mejor aún, lo que piensan los lectores a partir de lo que leyeron de nosotros. ¡Somos tan conscientes de ello! Dejemos de lado las obviedades de que tenemos “algo” importante que comunicar o incluso de que buscamos ser amados y queridos por nuestros lectores... Escribimos para construirnos como seres letrados, para que los lectores nos vean del modo que queremos ser. Más allá de “ser leído”, “interesante” o “atractivo” hay infinitas posibilidades: ¿quiero parecer culto?, ¿refinado?, ¿serio?, ¿simpático? ¿Quizá un científico?, ¿o un payaso? Todo tiene su punto.

Hasta 1993 yo sólo había escrito volúmenes sesudos, de tipo universitario, con prosa académica y temas disciplinares. No me gustaba. O me gustaba apenas una parte. Yo era –soy– algo más, aparte de eso. Sentía que mi yo libresco era muy diferente del personal, de lo que yo quería ser, de lo que quería que mis lectores vieran en mí.

Me propuse entonces escribir algo gracioso, sarcástico, con más emoción. Y surgió La cocina de la escritura, seguramente mi libro más conocido. Como quien se tiñe el pelo o compra ropa nueva –sin pasar por el cirujano–, yo quería ser al mismo tiempo científico y divertido, serio en el conocimiento pero ligero en la forma.

 

5. La escritura en varias lenguas

Sabemos que cada idioma, con su cultura, inyecta connotaciones e historia particulares a las palabras y que es de “honestos traidores” intentar traducirlos o buscar alguna equivalencia en otra lengua; así se dice en la literatura sobre traducción: traduttore traditore. Pero se suele destacar menos el poder creativo que tiene la biopsia textual. Cuando te autotraduces, o cuando escribes el mismo texto en dos lenguas, la lucha por encontrar en la segunda lengua las expresiones que digan algo equivalente a lo que sugieren las que usaste en la primera te lleva a la búsqueda de significados nuevos.

Es un procedimiento casi miniaturista: debes desencapsular los matices más ínfimos que puedan tener las expresiones usadas en la primera lengua; hay que identificarlos, explicitarlos y verbalizarlos e intentar formularlos de manera aproximada con las piezas de otro idioma. Se acerca un poco a la delicada tarea de intentar convertir las connotaciones que tiene una palabra en denotaciones.

Veamos, por ejemplo, lo que ocurre con el título de mi último libro: Afilar el lapicero, en español, y Esmolar l’eina, en catalán, que literalmente significa “afilar la herramienta”. Ambos títulos son expresiones tradicionales en cada cultura, pero en catalán tiene connotaciones políticas y sexuales que no existen en español. En Valencia se usa la expresión “esmolar l’eina” para referirse al miembro viril, y el himno nacional catalán (Els segadors, los segadores) tiene un verso (esmolem bé les eines, afilemos bien las herramientas) que se refiere a la hoz de los trabajadores con valor reivindicativo. En este caso, decidí “desactivar” estas connotaciones con el subtítulo del libro, Guía de redacción para profesionales, porque no eran pertinentes.

En otras ocasiones, las connotaciones sí son relevantes: elegiste aquella palabra precisamente por estos matices –quizás primero de modo algo inconsciente–, y el hecho de tener que decir lo mismo en otro idioma te obliga a buscar expresiones que generen los mismos matices. Y así te das cuenta. Pero la mayor parte de las veces es imposible. ¿Se imaginan que las connotaciones de esmolar l’eina fueran pertinentes (por ejemplo, porque mi libro comparara sexo, política y escritura) y que quisiera poder decir lo mismo en el título en español? ¿Cómo? Es imposible hacerlo con connotaciones, porque en español afilar y herramienta no tienen la misma historia. Debería explicitar todos estos matices y buscar otros recursos. Así es como se desarrollan las ideas.

Claro, lo mío quizá sea más escritura bilingüe que autotraducción, puesto que construyo ambos textos de manera simultánea. Ningún idioma es siempre “el primero” y el otro, el traducido. Los sentidos encapsulados se dan en cualquier idioma, para crear significado. (Aunque el catalán sea mi idioma materno y obviamente sea mucho más consciente de sus matices que de los del español, también se me ocurren significados en español, que debo “reelaborar” para el catalán.)

 

6. La revisión: un proceso dilatado de reescritura y síntesis

Creo que mis libros más “creativos” son los más lentos, los más elaborados, los más corregidos. El paso del tiempo acaba separando lo creativo de lo banal, lo relevante de lo tópico. También rellena los huecos que la dificultad de la escritura provoca. Es un lugar común, pero cierto y corroborado por la investigación. Los estudios psicolingüísticos sobre la elaboración de borradores confirman que los mejores escritores, los que son mejor valorados, son los que revisan más veces y con más profundidad.

Fijémonos en este escrito. Pasé cuatro noches con él al regresar de Colombia y lo tenía casi terminado cuando otro viaje al extranjero me distrajo. Estuve cuatro días ausente. Al regresar mi propósito era terminar y punto; 96 horas después. Pero debía releerlo todo de nuevo y así empecé a rehacer algunos fragmentos, a completar con ideas nuevas lo que ya tenía. En varios momentos pensé: “¿Pero cómo es posible que no se te hubiera ocurrido aquí decir esto?, ¿cómo?”.

Claro, la gran pregunta es: ¿cuándo acaba el proceso de escritura?, ¿cuándo puedes dar por terminado un texto? Está la bonita respuesta de Miguel Ángel, cuando explicaba que su trabajo consistía en sacar del mármol los pedazos que sobran, aunque no cualquiera es Miguel Ángel. Yo creo que el proceso no acaba nunca, que está activo para siempre, puesto que los lectores y los contextos también van evolucionando. La cuestión es cuándo tienes una versión aceptable y cuánto tiempo y esfuerzo estás dispuesto a ponerle.

 

Epílogo

¿Saben? Pues no fue tan terrible como lo pinté. Me refiero a lo del striptease... Insisto en que soy pudoroso y sentía –y todavía siento– vergüenza al hablar de esas cosas. Pero ¡qué fácil te olvidas del público cuando te miras al ombligo! ¡Qué satisfactorio resulta poder darle a tu ego todo lo que pide y quiere! ¡Cómo te acostumbras a ser el centro de las miradas! ¿Será eso la erótica del escenario?

Se habrán dado cuenta de que mis reflexiones daban giros sobre unos mismos puntos. Voces, identidades, conjuntos corales, recontextualizaciones. Todo puede resumirse quizá en tres cosas: la relación con el lector, la conexión con el habla y la reincidencia. En primer lugar, sea a través del contacto real o de la capacidad para imaginarlo, lo que acaba generando ideas es la presencia fuerte, cercana, detallada, del lector, del destinatario del texto. Creo que éste es un punto esencial de mi escritura.

En segundo lugar está la conexión con el habla. Veo mi prosa como un brazo guiado por la voz susurrada de la mente. No es sólo una metáfora: con el habla se conecta con los rumores de la calle, con los tonos de miles de compañeros y colegas, con el coro de la comunidad.

Y para terminar, están la reincidencia, la reescritura, la reformulación. Escribir es reescribir, como sabemos, que es reconectar con el habla interior y con los lectores que vamos percibiendo. De modo que todo acaba siendo uno.

ACERCA DEL AUTOR


Daniel Cassany

Es profesor universitario y autor de dos exitosos libros sobre la escritura y su enseñanza, Describir el escribir y La cocina de la escritura.